viernes, noviembre 22, 2024
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Un desenlace que parecía inevitable y el inicio de una oscura y siniestra etapa, 46 años después

El final del gobierno de María Estela Martínez de Perón (Isabel) parecía una cuestión inevitable en la Argentina de marzo de 1976, cuando el país se encontraba signado por un clima de violencia política, con unas Fuerzas Armadas que desde hacía meses se preparaban para interrumpir el orden constitucional y en medio de una acentuada crisis económica.

El 18 de diciembre de 1975, el brigadier Jesús Orlando Capellini encabezó desde la VII Brigada Aérea de la Fuerza Aérea con asiento en Morón, un intento de golpe de Estado que, aunque fue sofocado, tuvo como consecuencia la remoción del jefe de esa armar, Héctor Fautario, el único comandante de las Fuerzas Armadas que aún se mantenía leal a Isabel Perón.

Lo que motivó la intentona fue la negativa del titular provisional del Senado, Ítalo Argentino Lúder, de reemplazar a la mandatario, tal como se lo habían exigido Jorge Rafael Videla, de Ejército, Eduardo Massera, de la Armada, y el propio Fautario en una reunión que celebrada en septiembre de ese año.

Cuando un mes después la mandataria se reintegró al gobierno, Videla y Massera comenzaron a planificar el golpe de Estado, pero el entonces jefe de la Fuerza Aérea se negó a respaldarlos.

El 23 y 24 de diciembre, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) intentaba copar el regimiento de Arsenales de Viejo Bueno, en la localidad de Monte Chinglo, en una operación que dejó un saldo de 62 guerrilleros y 10 militares muertos, y que marcó el declive de la organización que encabezaba Mario Roberto Santucho.

Esos dos hechos, sumados a los contantes enfrentamientos que mantenían los efectivos de las Fuerzas Armadas, de Seguridad y paramilitares con militantes guerrilleros de Montoneros y ERP, en el marco de un estado de sitio imperante, contribuyeron a erosionar la autoridad y la capacidad de decisión de un gobierno que se mostraba cada vez más aislado.

El 23 de marzo, el diario La Razón publicó en su tapa un título que parecía anticiparse a los acontecimientos: “Todo está dicho, es inminente el final”.

El vespertino diario de la familia Peralta Ramos se refería al discurso que, tres meses antes, y con motivo de la celebración de Nochebuena, había pronunciado Videla, en Tucumán, donde se desarrollaba el Operativo Independencia contra el foco de guerrilla rural que el ERP había instalado en esa provincia.

“El Ejército argentino, con el justo derecho que le concede la cuota de sangre derramada por sus hijos, héroes y mártires, reclama con angustia pero también con firmeza, una inmediata toma de conciencia para definir posiciones”, había advertido Videla en discurso que le daba un plazo al gobierno que parecía haberse terminado en esas horas.

Desde de 1975, las Fuerzas Armadas actuaban contra las organizaciones guerrilleras bajo el amparo de tres decretos del Poder Ejecutivo que las habilitaban para “aniquilar el accionar subversivo” en todo el país.

Por esos días, el precio del dólar se disparaba con una devaluación del 150 porciento de la moneda local, y, un día antes del golpe, el Banco Central había puesto en circulación los billetes de 5000 y 10000 Pesos Nuevos.

Unos días antes, el dirigente radical Ricardo Balbín se había dirigido al país por cadena nacional, cedida por el gobierno a los partidos políticos como un recurso más destinado a parar el golpe.

“Muchos creen que he venido a aportar soluciones, pero no las tengo”, había señalado Balbín en un lacónico mensaje en el que convocaba a la “unidad nacional”.

Unas horas antes de la asonada militar, el secretario general de la CGT, Casildo Herrera, aparecía en Montevideo ante unos periodistas y pronunciaba una frase de inequívoco sentido: “Yo me borré”.

Por su parte, el ministro de Defensa de Isabel, Francisco Deheza, que llevaba tan sólo doce días en el cargo, intentaba alcanzar con los tres comandantes militares Videla (Ejército), Massera (Armada) y Orlando Ramón Agosti (Fuerza Aérea) una salida política de última hora.

Pero todos los esfuerzos en ese sentido eran infructuosos: los militares no estaban dispuestos a negociar y así se lo habían dejado claro al ministro.

“Tranquilos muchachos. No hay golpe. No tengo novedades de movimientos de tropas”, les señalaba el dirigente de la UOM Lorenzo Miguel a un grupo de cronistas que hacían guardia en Casa Rosada a la espera de novedades, cerca de la medianoche.

En las primeras horas del 24 de marzo, Isabel dejó la Casa Rosada a bordo de un helicóptero que la dejaría en la Quinta de Olivos, pero se trataba de una celada, ya que la máquina se desviaría hacia aeroparque.

Con la excusa de un “desperfecto técnico”, el helicóptero aterrizó en el aeropuerto, donde los jefes militares el general José Villarreal, el brigadier Basilio Lami Dozo y el contraalmirante Pedro Santamaría, le comunicaban que se encontraba arrestada.

“Debe haber un error, estábamos negociando tres ministerios, las 62 me apoyan, y peronismo y la oposición también”, lanzó como último recurso la mandataria depuesta.

“Señora, a usted la apoya una cúpula de sindicalista corruptos. El peronismo está dividido y la oposición pide la renuncia hace meses”, replicó Villareal dando por cerrada la discusión.

Minutos más tarde, era trasladada a la residencia presidencial El Messidor, en Bariloche, donde pidió viajar con su gobernanta, quien desistió de acompañarla al aducir que “no la unía ningún vínculo” con la presidenta depuesta.

Isabel quedaría a disposición del Poder Ejecutivo y, cinco años después, sería autorizada a trasladarse a Madrid, España, donde aún reside a los 91 años.

Desde allí, debió enfrentar varios requerimientos de la Justicia por hechos de terrorismo de Estado ocurridos durante su gobierno que no prosperaron.

Pasadas las tres de la madrugada, un locutor anunciaba que “el país encontraba bajo el control operacional de la Junta de Comandantes de las Fuerzas Armadas”, y se ordenaba “estricto acatamiento de las directivas que emanen de la autoridad militar”.

La dictadura, que iba a extenderse por casi siete años, aplicó un plan sistemático de exterminio que comenzó esa noche.