La meritocracia, un concepto imperfecto que nos permite soñar
Por Santiago Tulián, presidente de la Juventud Radical de La Matanza
La meritocracia, según la define la Real Academia Española (RAE), es un “sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales.”.
Para empezar, sabemos que se trata de una manera en la cual se distribuye el poder, pues nos habla de un sistema de gobierno. También sabemos que la distribución de ese poder va a tener como fundamento los méritos que realicen las personas. Ahora bien, para seguir desmenuzando el concepto, considero oportuno preguntarnos qué es el mérito, pues sólo así podremos tomar noción de que es aquello que otorgará legitimidad a las personas para ser poseedores de esos lugares. Apelando nuevamente a la RAE, podemos definir al mérito como una “acción o conducta que hace a una persona digna de premio o alabanza.”. Entonces, para hablar de que alguien es merecedor de ocupar un lugar de responsabilidad se hace necesario que se comporte de una determinada manera. Ese estándar que la persona debe alcanzar se supone que deber ser objetivo, si lo que queremos es evitar la arbitrariedad. Por ejemplo, para aprobar un examen quien lo tome deberá saber determinados conceptos, y esos conocimientos deberán ser exigidos para todas las personas que realicen la prueba. Lo mismo podría ocurrir con un puesto de trabajo. Para obtener el puesto la persona deberá cumplir con determinados requisitos que deberán aplicar absolutamente a todos los postulantes. Es una manera de evitar la designación discrecional, fundada exclusivamente en preferencias personales. Ello no quita que siempre van a existir elementos subjetivos que influyan en la decisión de selección, pero lo cierto es que con este método lo que se pretende es neutralizarlos al mínimo posible.
La construcción de este concepto conlleva implícita la idea de igualdad, pues las reglas de juego deberán ser absolutamente las mismas para todos, sin distinciones. Aceptamos esta premisa hipotética, sin embargo, sabemos que los puntos de partida suelen ser sustancialmente diferentes. Y eso está estrictamente relacionado con otra igualdad que exige la meritocracia, que es la igualdad de oportunidades. Si las oportunidades en un caso son casi nulas y en el otro abundan, la meritocracia como ideal se cae. Quizá por ello la “romantización” de este concepto es prácticamente tan absurdo como su negación. La igualdad en el punto de partida nunca será tal, pero pueden implementarse medidas desde el Estado, incluso los privados pueden también hacer lo suyo, como puede ser el fondeo de diversos sistemas de becas para reducir esa brecha. No hay dudas del papel trascendental que cumple la educación pública, gratuita y de calidad en todo este proceso para darle sustento a esta idea. También resulta vital que nuestros niños, niñas y adolescentes tengan una buena alimentación que les permita el desarrollo de sus capacidades cognitivas. Hay un sinnúmero de elementos que se pueden poner en funcionamiento antes de atacar la idea de la meritocracia. Eso no quita que las críticas que provienen teniendo como eje esa visión escéptica con relación a las condiciones ideales que exige el concepto para su implementación pura no sean razonables y coherentes, pues muchas veces, como sabemos, no se cumplen. Aunque también sería demasiado pretensioso pensar que un sistema se puede implementar de forma perfecta. Más allá de eso, en el caso argentino las imperfecciones que pueden surgir para poner en práctica el concepto no se dan, como ocurre en otros países, porque al Estado le falten recursos para distribuir entre los más desventajados, sino porque los funcionarios que suelen atacar esta idea no son capaces de administrar en esta dirección igualitarista los recursos de los argentinos. Las prioridades están fijadas erróneamente, y se elige el sostenimiento de lo insostenible en lugar de apostar a brindar oportunidades para el futuro y con ello habilitar el juicio basado en la meritocracia. Precisamente por ello, muchas veces da la impresión que siendo responsabilidad de estos mismos funcionarios el manejo de los recursos del Estado, y siendo que se oponen tan rotundamente a este concepto, so pretexto que la igualdad que exige la meritocracia jamás subsanará las desigualdades prexistentes, que aquello que su discurso inintencionalmente termina provocando es lo que me gustaría llamar una “discriminación a la inversa”. Esto es, por querer tener una perspectiva inclusiva, que supuestamente ve como nadie esas desigualdades prexistentes, terminan cayendo en la discriminación de los desposeídos afirmando implícitamente que alguien que nació en un lugar carenciado no tiene otro destino que el de repetir o acrecentar su condición de pobreza. Su pesimismo no aporta solución alguna. No podemos pensar siquiera en la idea porque la desigualdad es insuperable. Se aniquila la esperanza que podemos depositar en esa persona porque nunca va a tener posibilidades. Se termina dejando de lado cómo perfeccionar la implementación de la meritocracia porque directamente se la niega, entonces se abre paso a la concepción de la movilidad social escéptica. Y si no podemos apostar a revertir las desigualdades con el anhelo de poder juzgar a las personas por su esfuerzo y desarrollo individual, ¿entonces qué nos queda? Si nunca vamos a poder llegar a esa instancia que pretenden los negadores de la meritocracia, ¿entonces quienes nacieron pobres serán siempre pobres?
No romantizo a la meritocracia porque sé que todavía faltan muchas oportunidades que el sistema debe garantizar, pero elijo no desechar este concepto imperfecto porque el riesgo es dejar de creer que cualquiera puede progresar.